El Tortoni tiene un tiempo propio, interno, indefinido. No hay indicios de la hora que es, del momento del día que está transcurriendo, en principio porque las cortinas de la entrada bloquean el paso de la luz natural e impiden hacerse una idea certera. Lógicamente tampoco se ve lo que sucede en Avenida de Mayo, por lo que el salón, de unos 50 metros de largo, parece no estar influenciado por lo que ocurre afuera. Un gran encuentro anónimo entre desconocidos del que nadie quiere perderse una foto, posando junto a las mesas o en medio del corredor.
Tampoco parece que allí esté definido el ritmo del día por las hora pico, porque en todo momento hay gente entrando y saliendo. Es un sitio que figura en la mayoría de las guías de viaje y los turistas aprovechan cualquier hueco en sus planes para darse una vuelta y visitarlo, aunque sea apurando el paso para una estadía fugaz. Los más jugados con el tiempo llegan arrastrando las valijas, los más tranquilos, al contrario, no se sientan inmediatamente: ingresan mirando la decoración y aprovechan para pasear por los salones anexos.
Producto de esa concurrencia incesante, las tradiciones establecidas por la costumbre no se respetan tanto y es posible ver la más diversa variedad de menúes a toda hora. Por eso en el momento del desayuno los mozos despachan tanto café con leche, medialunas y churros (el producto insignia) como una ensalada o fiambres. Ni que hablar durante la tarde, donde hasta el café queda en segundo plano. Así, los horarios del desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena quedan fusionados en continuado.
Este ícono de la ciudad, en pie desde 1858, tampoco cierra durante la semana. A tono con los valores más simbólicos de lo porteño ofrece un show de tango todos los días, en vivo. Si la intención es conocerlo es una buena idea pedir reserva de mesa o tener en cuenta que afuera seguramente haya gente esperando para entrar.
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