Mar de fondo: Starbucks quiere surfear la tercera ola del café en Buenos Aires
Por Martín Dalla Zorza
La irrupción de Starbucks en Buenos Aires transformó la escena cafetera porteña. Para quienes tienen memoria, basta recordar la ansiedad que generó el 30 de mayo de 2008, día en que abrió su primera sucursal en el Alto Palermo: una fila de entusiastas bordeaba el shopping, aguardando el primer vaso de café identificado con su nombre, símbolo de la marca y una originalidad para esos días. La cadena trajo consigo algunas otras novedades: su inusual escala de tamaños (la presentación más grande –venti– incluye 600 cm3, más de medio litro de bebida) y el formato para llevar o take away, una costumbre prácticamente inexistente hasta entonces.
Ese nuevo formato tuvo su impacto decisivo en el aspecto cultural. Cuando el gigante de Seattle comenzó a vender sus lattes, en Buenos Aires se acostumbraba a pedir -casi sin mirar, sin reparar en ello- un café, solo o con leche, cortado chico o en jarrito. El primer cambio que generó Starbucks fue posicionar al café en el centro de atención. En sus nuevas tiendas, el producto no pasaba desapercibido. Con su terminología mitad italiana mitad gringa (nombres como caramel macchiato o cinnamon dolce latte), Starbucks exigía un esfuerzo para descifrar denominaciones extrañas a la jerga cafetera, que se mantenía inalterable en las cartas de bares y confiterías. Además comenzó a resaltar el origen de los granos, su cosecha en las fincas, el circuito que recorren desde su producción hasta su servicio en las tiendas, todo un universo del que no se sabía demasiado.
Los cantos de sirena -una metáfora con bastante de analogía- atrajeron a nuevos consumidores al mundo del café y el público se amplió. Sus tiendas modernas y confortables se convirtieron, a los ojos de sus clientes, en un espacio cool donde el hecho de tomar café se revalorizó. Incorporó a un segmento de consumidores que hasta ese momento no elegía las cafeterías como sitio de reunión social: las nuevas generaciones de adolescentes y jóvenes. La escena porteña estaba conformada por los clásicos bares, repartidos por toda la ciudad, y algunas cadenas como Café Martínez, lugares con una distribución tradicional del espacio: una serie de mesas y sillas alineadas de manera uniforme. La aparición de Starbucks fue disruptiva frente a lo establecido y las reacciones estuvieron divididas entre conservar el espíritu de la simpleza que mucha gente le veía a los cafés de barrio o subirse a la onda de lo moderno encarnada en nombres, tamaños y preparaciones desconocidas.
Por lo tanto, la llegada de Starbucks sacudió al mercado con un producto más cuidado y un entorno más flexible, puntapié inicial de nuevas exploraciones en el mundo del café. Hasta ese momento, las cafeterías de especialidad aún no existían en Buenos Aires. Tiempo después surgieron Coffee Town y Lattente, pioneros en traer granos de alta calidad y orientar la atención del consumidor hacia el producto en sí, un café de cualidades superiores. Año tras año se fueron sumando nuevas cafeterías al circuito y sus baristas, los profesionales especializados en el servicio del café, profundizaron en toda una serie de novedades: los filtrados en distintos métodos (Aeropress, V60 y Chemex, por nombrar los más difundidos), el cold brew o la extracción en frío y la combinación del café con alcohol, ya sea en cervezas -revolución de la craft beer mediante- o bien en cócteles, una tendencia actual de las barras. De esta manera, los estrictos márgenes comenzaron a relajarse ante la aparición de Starbucks y fueron definitivamente desplazados por las cafeterías de especialidad, que aprovechando la disposición de un público abierto a las incursiones, ahondaron mucho más en el potencial del café con una propuesta millenial, bohemia y chic.
Un interrogante que giró en torno a la presencia de Starbucks fue si significaría la desaparición de sus competidores más pequeños. La ecuación fue inversa: abrió el juego en el que muchas cafeterías independientes lograron un nivel de especialización en producto y servicio casi imposible de alcanzar para una empresa mainstream.
Las cafeterías de especialidad supieron emerger en la nueva escena y han ganado terreno trabajando en conjunto, con la premisa de explorar y difundir las posibilidades del café. A punto tal que hoy, paradójicamente, es Starbucks quien va a la zaga de ellas: en mayo de este año abrió su tienda especial denominada «Coffee Experience Store», ubicada en el complejo Al Río de Vicente López, presentada como un espacio de innovación para amantes de esta bebida. En rigor, incorpora innovaciones ya descubiertas por las pequeñas cuevas de café de la ciudad: ofrece los distintos métodos de filtrados, que actualmente se ven en casi todas las cafeterías de especialidad. Se enorgullece de incorporar la última de las excentricidades: el filtrado con nitrógeno, una exclusividad que All Saints presentó cuando abrió su segunda sucursal en Microcentro. Y para esta primavera, la novedad de su carta en todas las sucursales es el cold brew, que hace dos veranos pasó de ser tendencia a consolidarse en la oferta gastronómica.
Justo diez años después de la primera sucursal de Starbucks en Buenos Aires, su “Coffee Experiencie Store” traza una parábola que resume la transformación de la escena porteña en esta década: su coleteo supo agitar las aguas pero ahora debe surfear en la cuarta ola del café.
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